– Pero… ¿cómo?, ¿subir hasta el volcán?, ¿estáis locos?…
Me encontraba en Baños de Agua Santa, una pequeña ciudad ecuatoriana 170 kilómetros al sur de Quito, en la provincia de Tungurahua.
– Sí, sí, hasta el volcán. Nos llevan hasta prácticamente la cima por solo cinco dólares, transporte incluido…
Es sin duda una de las ciudades más turísticas de Ecuador, a la que muchos también conocen como la Puerta del Dorado o el Pedacito de Cielo.
– Pero si ese volcán se ha pasado toda la noche rugiendo y expulsando lava…
Sin embargo su interés turístico radica especialmente en los cinco balnearios de aguas termales que emergen de las entrañas de la tierra. Aguas que van desde los 18 hasta los 55 grados, y que sirven también como refugio y descanso a los aventureros que se embarcan en las numerosas actividades que se pueden hacer en los alrededores: rafting, puenting, escalada, rutas de senderismo y… subir al Volcán Tungurahua.
– Vamos, hombre, ¿cuándo vas a tener nuevamente la oportunidad de subir hasta un volcán y ver cómo ruge?.
La silueta humeante del Tungurahua domina Baños de Agua Santa como un centinela eterno. Ecuador es un país de volcanes, pero el Tungurahua es casi como un icono sagrado dentro de ellos. Su nombre proviene de los términos quichuas «tungur», que significa garganta, y «rauray», ardor. Una garganta de fuego que ruge y ruge, una garganta que surge más de cinco mil metros de la tierra y brama con voz potente.
Nada más llegar al hotel nos dieron un pequeño folleto con las actividades que podíamos hacer en Baños. Entre ellas, cómo no, la subida al volcán. En un viejo y destartalado minibús, herencia tal vez de los primeros minibuses yanquies, nos ofrecían la posibilidad de subir prácticamente hasta la cima del volcán por solo cinco dólares. Incluyendo la recogida en el hotel, guías turísticos y una velada musical a los pies del Tungurahua.
– Bueno… pero si no salimos de esta quiero que sepáis que yo me oponía a esto desde un primer momento, ¿vale?…
Una empinada carretera de tierra serpentea por la ladera del Tungurahua. Al menos cada treinta segundos el sonido del volcán atravesaba los sucios cristales de las ventanillas. En la parte de arriba del minibús unos estudiantes norteamericanos daban ya buena cuenta del canelazo, una especie de aguardiente de azúcar y agua de canela muy popular durante las fiestas de Navidad, y que revitaliza a los muertos.
El traqueteo de aquel desvencijado minibús, subiendo como a empujones, y la sombra potente del volcán abriéndose paso en la oscuridad de la noche. Pocos kilómetros antes de la cima, y en un espectacular mirador hacia las luces iluminadas de Baños, se detuvo la comitiva. Los guías turísticos nos invitaron a bajarnos del minibús, mientras nos relataban historias y leyendas del volcán y de la ciudad, que bullía allí abajo en un trasiego constante de luces.
Fue en ese preciso momento cuando, de repente, todo el sonido de la noche se convirtió en un boom que jamás olvidaré. Algo bajo nuestros pies se deslizó en la tierra, o más allá, en el interior, bien adentro. Todo transcurrió en apenas unos segundos. Los norteamericanos dejaron caer sus canelazos al suelo gritando no sé si de júbilo o de estupor. La noche bailó un instante una danza de humo y fuego con el volcán…
El Tungurahua nos dio la bienvenida con un rugido potente, exhalando hacia el cielo un pequeño torrente de lava. La música comenzó a sonar, como si aquello fuera el pistoletazo de salida a la fiesta. Yo seguía mirando el volcán. Me seguían temblando las piernas, como si una serpiente se estuviera enroscando en ellas. Había asistido a la pequeña erupción del Tungurahua, un leve eructo y un bamboleo de la tierra a nuestros pies como si de un barco vikingo se tratara.
¿Subir hasta el volcán?, ¿estáis locos?…