Os cuento un detalle de mi primera experiencia viajera en Bruselas, ¿vale?. Desde que vi en fotos la Grand Place me enamoré de ella. Para mi gusto es sin duda una de las plazas más bonitas del mundo, y la noche que llegué a mi hotel en la capital belga apenas la pude dormir deseando que llegara pronto el día siguiente para disfrutar de la plaza. Bien temprano, desayunando rápido, callejeamos por la ciudad hasta descubrir este paraíso empedrado de la arquitectura.
Me puse en el centro de la misma y allí me senté un buen rato sobre el frío del suelo. Una foto, dos, tres, diez… cincuenta. El detalle de una ventana, la Maison du Roi, la torre del Ayuntamiento, Le Cornet… Definitivamente supe que podía llevarme horas y horas en aquella plaza disfrutando del inaudible sonido del paso de los siglos, el ambiente de los turistas, el color grisáceo de sus casas…
Pero claro, había que seguir visitando Bruselas. Y, cómo no, el otro gran icono de la ciudad, el Manneken Pis, el simpático «hombrecito meón» que para los bruselenses es todo un símbolo. Desde la Grand Place tomé la Rue de la Tete D’ Or, que se encuentra a la derecha del edificio del Ayuntamiento. Una calle en la que, irremisiblemente, te tienes que detener frente al escaparate de la chocolatería que lleva el mismo nombre que la rúa, junto al Museo del Cacao y el Chocolate.
A la altura de la chocolatería hay que coger la pequeña Rue de l’Amigo, para un poco más adelante la Rue de l’Etuve que, entre banderas de varios países, tiendas de gofres y chocolates y los graffitis de Tintín en las paredes nos lleva hasta nuestro protagonista. Pero cuidado que no os pase como a mí la primera vez que, si no llega a ser por la gran cantidad de gente que había alrededor de la estatua, la hubiera pasado de largo pensando que aquello era una miniatura del Manneken Pis real.
No, no, el Manneken Pis es ese… El que está frente a la cervecería del mismo nombre (mucho mejores las pintas de la cervecería que la foto con el Manneken Pis, aunque sea casi una herejía ésto para cualquier bruselense) y junto a una tienda de chocolates un poco cara para mi gusto. Allí está nuestro querido meón con apenas 50 centímeros de altura, demostrando que el tamaño no es lo que importa. Una estatua de bronce, oscura, que en otro lugar del mundo pasaría completamente desapercibida.
En Bruselas se cuenta la historia o la leyenda de un niño de nombre Juliaanske que salvó a la ciudad al apagar con su orina la mecha con la que los sitiadores pretendían detonar el explosivo que echara abajo las murallas. Realmente no me resulta una versión muy creíble, pero os puedo asegurar que cuando entramos en la cervecería Manneken Pis el camarero nos la contó con todo lujo de detalles, creyéndola a pies juntillas.
Lo cierto es que si te quedas un buen rato junto a la fuente descubres algo bastante curioso. Los turistas que llegan lo primero que hacen es detenerse un poco extrañados, sorprendidos tal vez. Miran la fuente, se miran entre ellos, cuchichean… Porque claro, uno se toma casi a broma antes de verlo que el Manneken Pis sea el símbolo de Bruselas. Pero es que cuando lo ve frente a frente solo puede preguntar: ¿este es el verdadero Manneken Pis?…
Pues sí, el verdadero o una réplica. Porque para colmo el original fue robado en varias ocasiones, hasta que se decidió a colocar la que hoy vemos.
Lo cierto es que el Manneken Pis es el símbolo por excelencia de Bruselas. Tal vez sea precisamente por lo pequeño que resulta, por la sorpresa que te llevas cuando lo ves por primera vez o por su simpática y heroica leyenda. Lo que está claro es que trajes no le faltan al chaval. Más de 700 se guardan en el Museo de la Ciudad. Se le ha vestido de Goya, de legionario, de seguidor de Obama, de casteller, panadero… Hacen lo que quieren en Bruselas con su «hombrecito meón»…
Foto Vía Turismo en Fotos