El Hanami, la floración de los cerezos en Japón
Hace pocas semanas que tengo un nuevo vecino. Se llama Hiroshi y, como podéis adivinar por su nombre, es japonés. Vive solo pero, cómo él mismo dice, lo hace acompañado de la belleza de sus cerezos. Tenía entendido que la mayoría de los japoneses son risueños y, sobre todo, muy dados a hablar de las excelencias de su país de origen. Con Hiroshi he descubierto que ambas sensaciones eran ciertas.
Hace unos días vi cómo subía a casa unos enormes cuadros. No soy ni mucho menos uno de esos vecinos cotillas que están siempre con el ojo y el oído detrás de la puerta, pero una tarde me lo crucé en plena faena en el ascensor.
– Hola, vecino – me dijo sonriendo – aquí ando subiendo a mis cerezos a casa. Es el capricho de color que la naturaleza regala a Japón en primavera.
Con gran orgullo y una sonrisa tan enorme como la belleza de sus cerezos me enseñó aquellos cuadros. Los había pintado él mismo a mano hace unos años. En él retrataba al famoso Parque Ureno de Tokio completamente inundado por la fragancia de los cerezos.
– Este que ves aquí – me comenzó a decir Hiroshi señalando el cuadro – es uno de mis favoritos. Lo pinté en plena época del hanami.
– ¿El hanami? – le pregunté
– Sí, el hanami. ¿No sabes lo que es?. Es la época del año comprendida entre finales de marzo y principios de abril, cuando los cerezos florecen en todo Japón. También se dice de la tradición japonesa de observar las flores. Algo así como me voy de hanami, ¿no?.
A medida que me iba relatando aquella tradición japonesa los ojos se le empapaban de nostalgia. Sabía que en Japón la floración de los cerezos es uno de los espectáculos naturales más esperados del país. Incluso que en muchas ciudades se llevan a cabo festivales, ofrendas y otros ritos para celebrar la llegada del color y la primavera. Lo que precisamente no conocía era que su nombre fuera hanami.
Los primeros cerezos en Japón florecen a principios de marzo en la isla de Okinawa. Ya en su casa al abrigo de una taza de café me contaba Hiroshi que los japoneses sienten verdadera devoción por el hanami. Desde febrero comienzan a prepararlo todo, como una especie de ritual sagrado. Antes de los cerezos, y como preámbulo natural, florecen los ciruelos, más tarde los melocotoneros, y por último la estampida llega con el color del cerezo.
Todo transcurre muy deprisa porque, a finales de abril, se produce la última floración en la isla de Hokkaido. Cada año Hiroshi y su familia se iban de hanami por los parques y jardines de Tokio, especialmente por el Ureno y el Yoyogi. Aún recuerda con cariño aquella vez en la que tuvo la oportunidad de sentarse a pintar frente al río Meguro en su Tokio natal. Uno de sus cuadros lleva precisamente el nombre de Hanami en el Meguro.
Más de 800 cerezos se apostan a orillas de este río. Durante el día el espectáculo visual es fascinante, algo que se multiplica con la llegada de la noche, cuando todo se ilumina y se llena de turistas. El color y las luces se mezclan con los flashes de las cámaras fotográficas y el susurro de los que no pueden ocultar su asombro. Es lo que se conoce como yozakura, que en castellano quiere decir cerezos de noche.
Kioto, Nagoya, Yoshino, Himeji, Nara… son muchos los lugares en Japón para disfrutar cada año del Hanami. Los japoneses se reúnen en familia, con amigos o en pareja para contemplar la floración de los cerezos. Imagino que debe ser algo muy importante y tradicional para ellos. Las palabras y el cariño con que me relataba Hiroshi este espectáculo visual así me lo atestiguaban.
No en vano son costumbres ancestrales que el tiempo no ha podido detener. Es una forma de acercarse tanto a la belleza de la naturaleza como a los recuerdos. Precisamente hay ciertas tardes en las que la lluvia golpea las ventanas con puñetazos de nostalgia en las que me llama Hiroshi y me invita a un café y a un hanami en su propia casa. Y siempre, como buen japonés, con una sonrisa tan grande como sus cerezos.
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